Alguna vez tenía que suceder: desde que se estrenaron en el parqué bursátil allá por septiembre de 2004, las acciones de Google parecían inmunes a la ley de la gravedad, subiendo inalterablemente su precio desde los 85 dólares iniciales hasta los 418 actuales, como reflejo de la confianza ciega que los inversores han depositado en la compañía californiana, hasta conseguir en menos de un año que se convirtiera en la de mayor capitalización entre las empresas de telecomunicaciones. La semana pasada el precio de la acción cerró con un retroceso del 8,5%, la mayor caída de su corta historia (o cabría decir la primera), más como efecto secundario de la sacudida que ha sufrido el sector tecnológico tras el escándalo protagonizado por Livedoor y el consiguiente descalabro de la bolsa de Tokio que como prematuro síntoma de un nuevo desfondamiento de una –supuestamente- sobrevalorada neoburbuja puntocom. Y mucho menos puede entenderse como un castigo del mercado por la actitud desafiente que ha adoptado la compañía ante el gobierno de los EEUU, a quien se ha negado a facilitar datos relacionados con la intimidad de sus usuarios. Nada que temer: quien posea acciones de Google puede seguir sintiéndose afortunado. Más
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