En teoría, el archivo digital es el paraíso de cualquier bibliotecario. Mucho más fácil y rápido de ordenar y de buscar. Más limpio, ocupa menos espacio y permite enviar un estudio a aquel investigador que vive al otro lado del mundo sin muchas complicaciones.
Pero no son todo ventajas, como indica un artículo de The New York Times, porque para empezar, el hardware en el que se graban los fondos aguanta menos que un libro de papel antiguo.
Además, los dispositivos van variando, y como te descuides te encuentras con que la mitad de la biblioteca está en disquetes (¿y quién tiene un lector de floppys hoy en día?).
Claro que esto último no es nuevo, no hay más que ver las filas de lectores de microfilms que tienen tantas grandes bibliotecas, a estas alturas de la vida. Pero sigue implicando que o sigues el ritmo del cambio de soporte o mantienes una sala para los lectores de cada formato caduco.
Ante este dilema, hay quien no sabe literalmente qué hacer. Por ejemplo, el escritor John Updike donó poco antes de morir en 2009 unos 50 disquetes a una biblioteca de Hardvard, donde los metieron en una sala refrigerada a la espera de que la Universidad decida un protocolo común.
Y tanto conflicto tecnológico, nos preguntamos, ¿no les parece un argumento para dejar que Google y compañía escaneen y archiven todo lo archivable? Por si acaso, vaya.
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