El fenómeno de la digitalización constituye un arma de doble filo para los creadores de contenidos. Por un lado, el efecto multiplicador de audiencia les da la oportunidad de revalorizarse; pero, por otro, la posibilidad ilimitada de copia les impide transformar ese valor en precio.
La capacidad de reproducción casi infinita de Internet hace que las existencias de contenidos sean ilimitadas y, por lo tanto, su precio tienda a cero. Sin embargo, la creación de dichos contenidos consume recursos, que de esta forma no se pueden recuperar. De aquí surge la preocupación de los creadores y el auge del debate sobre los derechos de propiedad intelectual en los últimos años.
Una forma de que el creador limite la difusión de copias y obtenga un precio es la prohibición contractual asociada a la adquisición del contenido. Así se asegura de que ninguno de los adquirientes reproduce el contenido y lo pone en circulación por su cuenta. Esto implica unos costes, derivados de controlar y perseguir el incumplimiento del contrato, que con la actual legislación de propiedad intelectual son asumidos por el gobierno en lugar de por el creador.
El precio de los contenidos de entretenimiento
La generalización de Internet ha supuesto una variación en el valor de los contenidos. Lógicamente, esa valoración se debería ver reflejada en los precios. Dos fuerzas se contraponen a la hora de determinar dicho precio, asumiendo que la jerarquía de preferencias de los individuos no varía.
Por un lado, la generalización de Internet facilita el acceso a los contenidos a muchos más individuos que los medios tradicionales. La base potencial de clientes se multiplica y esto permite que los ingresos puedan crecer brutalmente. En efecto, a igualdad de stock, la valoración del comprador marginal será superior (ya que hay lo mismo a repartir entre muchos más) y así lo hace el precio.
Este fenómeno ha sucedido históricamente cuando el canal de distribución de los contenidos ha sufrido una innovación radical. Compárese el valor de un evento deportivo, por ejemplo, el Mundial de fútbol de 1930, cuando únicamente los asistentes al estadio podían seguir el evento, con el que se celebró este año en Sudáfrica, que pudo ser seguido por millones de personas en todo el mundo a través de televisión, Internet o teléfono móvil. Esto se ha reflejado inevitablemente en los sueldos de los creadores originales, los futbolistas, para lo que bastaría comprobar los sueldos que se ganaban hace 80 años con los de las estrellas actuales.
De la misma forma, un cantante actual, cuyas obras pueden llegar por distintos medios a millones de fans, tiene un valor y un precio inimaginable para genios clásicos de la música como Mozart o Beethoven, cuyo alcance se limitaba al de sus auditorios en el teatro. Algo similar podría decirse de todo tipo de creador.
La única condición para que esto suceda, con independencia del número de potenciales clientes, es que el último comprador dé un valor superior a cero al contenido adquirido. De esta forma, el contenido tiene un precio y se consuma el incremento de ingresos citado.
Pero, ¿qué ocurre si la distribución del contenido es tan barata que su stock supera las necesidades de la demanda? ¿Cuál es el precio de los panes y los peces el día que Jesús hace el milagro? En este caso, no hay último comprador, pues sobran bienes para el que lo quiera. Y el precio es cero, aunque no lo sea el valor para los adquirientes.
Con Internet y la digitalización de contenidos, las existencias de éstos se pueden considerar ilimitadas, hay para todos los interesados y de sobra. Por tanto, el precio de los contenidos tiende a cero. Lo que estaría fenomenal, si no fuera porque la elaboración de dichos contenidos ha consumido recursos, que, por tanto, no se pueden recuperar en dichas condiciones.
De la misma forma que el productor de un bien cuyo precio no le permite recuperar sus costes deberá abandonar la producción, esta situación parecería conllevar la desaparición de los contenidos conforme se extienda Internet. De aquí surge la preocupación de artistas y gobiernos en los últimos años y el auge del debate sobre los derechos de propiedad intelectual.
El rol de la propiedad intelectual
Se ha visto, pues, que Internet constituye un arma de doble filo para los creadores. Por un lado, su efecto multiplicador de audiencia les da una oportunidad sin precedentes para revalorizarse; pero, por otro, la infinita promiscuidad del medio les impide transformar ese valor en precio.
¿Cómo resolver el dilema? La solución tradicional ha sido limitar el número de copias, cosa factible cuando estos contenidos circulan en algún soporte físico, como un casete, un disco, un CD, un DVD, un periódico o un libro. En estos casos, el número de copias puestas en circulación limita el stock y la valoración del comprador marginal.
Sin embargo, en la mayor parte de los casos, dichos soportes pasan a ser fácilmente reproducibles con el tiempo y los avances tecnológicos. Por tanto, resulta muy difícil de controlar ese número de copias puesto en circulación. Por supuesto, en el límite de esta ‘reproductividad’ se encuentra Internet, donde prácticamente las copias son infinitas y accesibles.
No basta, pues, con limitar el número de copias lanzadas al mercado. Hay que asegurarse de que ninguno de los adquirientes reproducirá el contenido y lo pondrá en circulación por su cuenta. Para ello, es perfectamente legítimo que el creador, al vender el contenido de su creación, recoja contractualmente las condiciones que considere en su pacto con el comprador (sin olvidar que dichas condiciones afectarán al valor que den los compradores al bien y, posiblemente, al precio).
En concreto, el creador del libro o la canción puede permitir a los compradores que lo descarguen, con la condición de que no lo difundan. Si todos los compradores cumplen su parte del contrato, no se producirá la generación gratuita de copias de la canción, se estará de nuevo en un entorno de stock limitado.
Pero, ¿y si no la cumplen? El creador está legitimado para denunciar el incumplimiento del comprador. Con el adecuado proceso judicial, y las pruebas precisas, el creador no debería tener problemas en que se respetaran sus condiciones, que fueron aceptadas libremente por el comprador.
Todo el proceso anterior conlleva sus costes, que habrán de ser recuperados a partir del precio que se fije en el mercado para el contenido, y dificultades para los posibles compradores, que harán disminuir el valor del contenido (por ejemplo, si es necesario darse de alta en un registro).
Pues bien, la legislación de propiedad intelectual hace que todos estos costes sean asumidos por el gobierno (y, por tanto, la sociedad), en lugar de por los creadores. De esta forma, se consigue una subvención implícita del precio del contenido y el coste resulta artificialmente inferior al que correspondería, con lo que los creadores obtienen una rentabilidad superior a la normal.
Un ejemplo sencillo sirve para ilustrar lo anterior: Pepe se descarga una canción MP3 de Micol; previo a ello, se compromete a no difundirla. Pero decide mandársela a su amigo Juan y éste la publica en su página web a disposición de todo el que quiera descargarla. Pepe ha incumplido su parte del contrato con Micol, y Micol puede perseguirle por ello. Pero es Juan quien la ha difundido, sin ningún tipo de incumplimiento contractual. Por ello, la tarea para Micol es complicada: debería de alguna forma poder seguir la pista a la canción de Pepe y probar que la que Juan ha difundido le ha llegado voluntariamente de Pepe. Todo ello supone unos costes considerables.
Con la propiedad intelectual, todos estos costes son asumidos por el gobierno, cuya policía persigue a Juan por suministrar copias del contenido de Micol, quien ni siquiera se tiene que preocupar de con quién firma sus contratos de compraventa. Imagínese como cambiaría la vida de las empresas eléctricas, de los operadores de telecomunicaciones y de todas las pequeñas empresas, si, directamente, fuera la policía la encargada de asegurar el cobro de los recibos que éstas giran. Esto, que resulta inimaginable en cualquier sector productivo convencional, es lo que ocurre en el de contenidos con la propiedad intelectual.
Conclusión
Los contenidos de entretenimiento tienen valor para los individuos. Sin embargo, la aplicación de la teoría del precio demuestra que, con la capacidad de reproducción casi infinita que aporta Internet, el precio de los contenidos se hace cero. En efecto, aunque aumente mucho el número de posibles compradores, y con ello el valor que tendría para el comprador marginal, el número de copias (potenciales) en circulación supera siempre al número de compradores y hace que el precio sea cero. Por las mismas razones, sobraron alimentos tras el milagro de los panes y los peces: carecían de utilidad y nadie hubiera pagado por ellos.
Sin embargo, sin precio, es imposible recuperar los recursos invertidos en la producción del contenido. Pese a ello, en términos generales, la creación de contenidos es una actividad barata. Los recursos que se consumen son pocos: tiempo de una persona, papel, ordenador, formación o entrenamiento. La prueba más evidente son la cantidad de contenidos gratuitos que pueblan Internet: bloggers, nuevos cantantes y grupos musicales, escritores… Para todos estos creadores, los costes de elaborar el contenido son inferiores a los beneficios que esperan obtener, sea reputación, futuros ingresos u otros.
Incluso para contenidos más complejos, como una película, donde los recursos empleados son considerablemente mayores, empiezan a proliferar creaciones gratuitas. Véase, por ejemplo, la oferta que proporciona YouTube.
Una forma de limitar la difusión de copias y que se pueda obtener un precio es la prohibición contractual asociada a la adquisición del contenido. Esto es perfectamente legítimo, siempre que los costes de controlar y perseguir el incumplimiento sean asumidos por el creador, lo que exigirá precios que permitan la recuperación de los recursos necesarios.
Sin embargo, la legislación de propiedad intelectual tiene el efecto de trasladar dichos costes a la sociedad, a todos los individuos quieran o no el acceder al contenido. Esto no parece aceptable y tampoco viable a medio plazo, como se está viendo en la actualidad con la constante polémica en torno al asunto.
¿Hay soluciones alternativas? Parece que sí. Si no las hubiera o no se encontraran, la creación de contenidos de entretenimiento estaría llamada a la desaparición, pero éste no parece ser el caso.
Todo el mundo se benefició el día que Jesús multiplicó panes y peces: es cuestión de tiempo y libre mercado beneficiarse de la multiplicación de los contenidos.
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